La luz entra a través de los pocos huecos que deja la persiana a medio cerrar, José Ramón puede sentir la suave brisa que acaricia su cara, y la tenue luz le recuerda que tiene que levantarse para ir a trabajar.
Antes de nada tiene que leer la pizarra que tiene en el pasillo, nada más salir de su habitación. Ésta es negra y de grandes dimensiones, y en ella anota todo lo que tiene que hacer en el día, para no olvidar nada, incluso las cosas más elementales, como coger las llaves, apagar las luces y dejar todo en orden.
Ha ido al baño, se ha aseado, afeitado y por último el after save. Cuando termina, se acaricia la cara, y la suavidad de su mejilla le recuerda a su madre, que haciendo el mismo gesto se lo decía cuando era pequeño, «qué cara más suave tiene mi niño. Cuando yo falte, recuerda hacerlo todos los días y así me sentirás cerca por mucho tiempo que pase».
Sus padres siempre le recordaban que era una persona muy especial, y que esforzándose lograría todo lo que quisiera, pero que nunca, nunca, permitiese que nadie se riese de él.
Recordando estos pensamientos se transporta mentalmente a su infancia, en el colegio, donde en el patio todos los niños y niñas jugaban, se reían, se divertían entre ellos, menos él, que se sentaba en una esquina, solo, como queriendo ser invisible, hasta que siempre se percataban de esta situación y entonces comenzaba el infierno de soportar las burlas de sus compañeros, «mirar aquí está el tonto, el feo, el loco, no deberías estar aquí con nosotros». Me hacían sentir como un bicho raro, quizás era algo más lento y tímido que los demás, pero no entendía aquel acoso hacia mi persona.
Un día llegó al colegio una nueva chica. Vestía pantalones cortos, camisa de cuadros con una pequeña corbata. Lucía unas preciosas coletas en su pelo negro azabache, así como unos grandes ojos de este mismo color.
En el recreo, donde como cada día se repetía la misma historia de risas y mofas de mis compañeros hacia mí, de repente la nueva chica, al darse cuenta que pasaba algo con el resto de los niños, se acercó, y al ver lo que sucedía, cogió dos piedras del suelo y, recriminando la actitud de los niños, les amenazo con lanzárselas si no me dejaban en paz.
¿Cómo te llamas?, me preguntó, José Ramón, le contesté con la voz entrecortada. Venga dame la mano, que te ayudo a levantar, y nos vamos a jugar… No me lo podía creer, alguien que me ayudaba, daba la cara por mí y me hacía partícipe de su compañía.
Mientras íbamos de la mano, ella me dijo, con una gran sonrisa en la boca: «Me llamo Lusil, y nos les hagas caso a esos tontos, sólo actúan así porque van en pandilla, si no, no se atreverían, además seguro que tienen envidia porque tú eres más inteligente que ellos».
Cuando llegué a casa, en un estado de entusiasmo y enorme alegría, les conté a mis padres todo lo que había ocurrido. Era tanta la felicidad que sentía que me atropellaba al hablar, quería contarles todo, con todos los detalles y a toda prisa, tanto que apenas se me entendía. Mis padres escuchaban y no daban crédito a lo que oían. Su hijo, que siempre venía triste, que no contaba nada del colegio, estaba exultante de alegría y con un brillo en sus ojos verdes, que iluminaban toda la estancia.
Sus padres habían luchado mucho por él. Se daban cuenta de que tenían que educarle y forjar un hombre para que, el día de mañana, se valiese por sí mismo cuando ellos faltasen. Muchos años de lucha, de desencantos, de lagrimas, y aunque alguna vez se tenían que poner duros, con enorme dolor de su corazón le castigaban. No querían educar a un niño que, dándole de todo y sin que valore lo que cuesta, en el futuro iba a ser una persona consentida y pobre de espíritu, que no sabe lo que cuesta conseguir realmente las cosas.
Durante todos estos años realmente no sabían qué es lo que realmente pasaba, lo veían como a un niño diferente, tímido, algunas veces, con rabietas, «es un niño» pensaban, cuando a los ocho años dieron con el diagnostico. Tenía una enfermedad mental, y con un tratamiento le decían que podría ser una persona normal, como cualquier otra. Aquel día fue un gran alivio para ellos, ya que sabían lo que le pasaba y había una solución que le podía convertir en una persona con futuro, que era por lo que todos aquellos años habían luchado.
De repente se da cuenta que se hacía tarde, repasa la pizarra, última todo para salir de casa y se dirige a su trabajo.
Había estudiado hostelería, y después de años de trabajo, desde los puestos de menor responsabilidad, se había convertido en jefe de personal, obteniendo varios premios en reconocimiento por su trabajo. Siempre acudía impecable al restaurante y todos sus compañeros lo respetaban y querían, por su forma de tratarles tanto en el terreno profesional como personal. Era exigente con las normas pero comprensivo y amable en el trato.
Estábamos al principio de verano y ¡vaya por Dios! de los ocho días que llueve al año, éste era uno de ellos. Rápidamente reorganiza el personal para que los clientes puedan seguir disfrutando de la estancia en el restaurante, y una vez hecho esto, se va a su despacho a seguir con su trabajo diario. Estando con sus quehaceres llaman a la puerta y un camarero le dice que hay alguien que desea hablar con él. De repente entra una señora con una gran melena negro azabache y unos grandes ojos del mismo color. Acompañándole venía un hombre desarreglado, con el pelo enmarañado y barba de varias semanas sin recortar.
José Ramón se quedó petrificado. En aquella mujer reconoció a la niña que hace muchísimos años le tendió la mano y le ayudó a levantarse. En ese instante esbocé una tímida sonrisa a la que la mujer me correspondió de la misma manera.
En que les puedo ayudar, les dije con cortesía. Mira, José Ramón, ¿no recuerdas a este señor? es un compañero de tu escuela, y está atravesando una situación muy difícil. No tiene trabajo desde hace dos años, y tiene que mantener mujer y dos hijos, y he pensado que tú le podrías ayudar. No te preocupes, seguro que en el restaurante hay algún puesto de trabajo que le puedo ofrecer. El acompañante, reconociendo por las palabras de la señora, al niño que humillaron e hicieron sufrir tanto, con los ojos llenos de lágrimas me abrazó y agradeció lo que estaba haciendo por él.
En ese momento, tras salir el hombre con tremenda alegría, nos quedamos solos en el despacho. «¡Cuánto tiempo Lucyl! No he sabido nada de ti desde aquel día en la escuela”. Tanto tiempo para ti José Ramón, yo te he seguido y te he acompañado durante todo este tiempo y he visto cómo poco a poco, día a día, te ibas labrando un futuro. Siempre te he estado acompañando aunque tú no lo supieras. Siempre he sabido que eras muy especial a pesar de tu «secreto».
En ese momento me brinda su mano y me susurra, «Vamos José Ramón, dame la mano y salgamos afuera. Acaba de dejar de llover y vuelve a salir el sol”.
• Penélope •