¡¡¡GANADOR DEL CONCURSO DE RELATOS 2016!!!
Ya había pasado el mediodía; el sol no se dejaba ver en un cielo cargado de nubes grises que descargaban sin piedad, haciendo imposible la visión en 10 metros a la redonda. El viento convertía en ventisca la nieve que caía, azotando con cada copo de nieve al insensato viajero que atravesaba aquel valle de lágrimas.
El viento parecía cobrar vida jugueteando con los arbustos; divirtiéndose con las copas de los pinos, formando pequeños remolinos en medio de la ventisca y creando curiosas esculturas que parecían vivas.
Aquel hombre de marcado coraje, calzaba raquetas para no hundirse en la nieve, caminaba con la cabeza agachada; vestía pantalones de cuero impermeabilizados con grasa y sobre los hombros una pelliza de piel de oso cubría las abrigadas ropas de piel de ante bien curtidas. A su espalda colgaba un arco de tejo con un carcaj repleto de flechas y una espada de doble empuñadura. De su mano colgaban las cinchas de un gran corcel negro cargado con todo su equipaje.
El tiempo pasaba despacio; paso a paso, metro a metro. Sobre la nieve el resollante animal resoplaba por las fosas nasales del esfuerzo que requería el caminar hundiendo las patas en un manto blanco de dos palmos de profundidad. El viajero procuraba que su corcel no se hundiera más de lo necesario para que la buena bestia no reventase por el esfuerzo de la caminata.
Minuto a minuto, hora a hora iba atardeciendo aunque el astro rey no asomaba su rostro por ningún sitio, el viajero iba buscando un buen sitio para acampar y pasar la noche al raso, ya que no veía ningún sitio habitable; un poblado o una mísera cabaña abandonada. Vislumbró un pequeño claro rodeado de pinos en el que podría guarecerse y pasar la noche. Llegando al claro, eligiéndose para sí mismo una pared de tres árboles que crecían casi juntos. Sé quitó las raquetas, y usando una de ellas como pala, empezó a despejar un trozo de terreno, donde plantar un toldo de piel que le cubriese y preparar un buen fuego que le protegiese de las criaturas que habitaban los bosques.
Tras despejar un claro, montar su toldo y quitar el peso del cansado rocín, se dispuso a buscar suficiente leña que le durase toda la noche. Escarbó por debajo de la nieve para hallar las agujas de pino secas que utilizaría de yesca y le servirían para avivar el fuego. Una vez encendida la hoguera, sacó de sus alforjas un trozo de carne seca, un mendrugo de pan y un odre de agua. Puso a buen recaudo sus armas bajo el toldo: espada, arco y flechas. Al amor de la lumbre se dispuso a cenar, no sin antes haberle puesto un bozal de avena a su cuadrúpedo amigo.
Desde el principio del viaje sabía que era perseguido por una manada de lobos. Si bien confiaba que con la ventisca, la cual ya había pasado, borrase su olor y sus huellas lo suficiente para que perdieran su rastro, aunque no las tenía todas consigo, pues conocía su tenacidad, agudizada por la hambruna que dichos animales pasaban en invierno, no soltarían de buenas a primeras una presa como él y su caballo. Avivó la lumbre de nuevo y dispuso en semicírculo un montón de leña a su derredor, que prendería rápidamente en caso de un ataque de lobos. No tardó en caer la noche y el silencio y la oscuridad se cernió a su alrededor roto por el fuego y el crepitar de la leña al consumirse.
Unos aullidos lejanos pusieron en tensión al viajero. Aun se oían lejos pero demasiado cerca para su gusto. Calculó que en veinte o menos minutos los tendría encima y por ello cogió el arco y calzo una flecha en la cuerda; hasta el día de hoy, solo los había percibido en la distancia, nunca se había tenido que enfrentar con la manada. Prendió el semicírculo de leña, dejando como pared a su espalda los tres pinos que defendían su retaguardia. El fuego prendió con rapidez gracias a las hojas de pino secas esparcidas por debajo de la leña, iluminando la noche en treinta metros a la redonda. Un miedo cerval le recorrió la columna y el cuerpo, poniendo en tensión cada músculo. Desde luego no tenía la intención de acabar en el estomago de los lobos, de hecho pensaba vender cara su vida llevándose por delante un buen número de ellos y si se acercaban lo suficiente emplearía la espada, la cual clavó en el suelo lista para su uso. Hincó a su vez un semicírculo de flechas listas para cogerlas rápidamente.
Los lobos empezaron a cercarlo muy despacio, protegidos por las sombras de los árboles, no gruñían ni hacían ruido al acercársele, pero gracias al fuego podía ver el rojo de sus ojos y el tamaño de sus cuerpos; era un grupo de doce a quince miembros. Rápidamente calzó y soltó casi a la vez su primera flecha, luego otra y otra más; apuntaba a los ojos, al cuello, y si podía, cerca de las patas delanteras donde se encontraba el corazón. Algunos morían en silencio, otros gañían de dolor y la mayoría gruñía, antes de ir cayendo uno a uno asaeteados por el arquero. Reduciendo la manada casi a la mitad, la cual retrocedió a las sombras, andando marcha atrás, para agruparse y atacar de nuevo. Sabía que solo tenía que pasar un lobo y estaría perdido, porque a continuación se le echaría la manada encima.
Rápidamente alimentó el fuego y esperó en tensión un nuevo ataque. Las sombras de los árboles se movían: avanzaban y retrocedían a causa del fuego, pareciendo dotarlas de vida. Los lobos se habían retirado, tal vez esperando una nueva oportunidad. Hizo inventario del número de flechas y la cantidad de leña que aún le quedaba.
La noche pasaba y el fuego ardía en derredor. Las sombras tomaban toda clase de formas: animales y cuasi humanas. Los sonidos del bosque; el chocar de las ramas y el crepitar del fuego no lo tranquilizaban. El sonido del aire al pasar entre los árboles, engañaban los sentidos, pareciendo susurros humanos que lo llenaban de miedo y horror. Se preguntaba si la manada olería su miedo. Las sombras a su vez cambiaban de tonos más oscuros a más claros. Parecían casi vivas, y a los ojos del viajero, lo estaban.
Fue pasando la noche, muy poco a poco y lentamente, hasta que comenzó a amanecer. El viajero se acercó donde él creía que estaban los lobos muertos y vio con sorpresa que no había cadáver alguno, en vez de ello fue encontrando las flechas que había disparado: unas clavadas en los árboles, otras en el suelo. El caso es que no había lobo muerto alguno, y vivo tampoco. ¿Qué había pasado? Estaba seguro de haber acertado a alguno. ¿Eran lobos espectrales?
¿Tenía alucinaciones? Los únicos seres vivos que había en el claro eran él y su caballo. ¡El caballo! Cuando atacaron los lobos, no le oyó ni piafar ni relinchar. De hecho, si los lobos fueran reales, hubieran atacado primero al corcel, por ser mejor presa y más desvalida. La única verdad era que todo era producto de su imaginación, algo se había estropeado dentro de su cabeza. Lo que aún era peor es que no podía fiarse de sus sentidos, debía salir pronto de ese valle, en el cual no sabía qué era verdad ni qué era ficción. Solo pensar en lo que le pasaba ya era de por sí una tortura. Recogió el campamento y se dispuso a caminar de nuevo para salir del valle cuanto antes. El final se encontraba cerca del término del bosque; había una vaguada por la que discurría un pequeño río. En la vaguada había un hermoso claro, y en el claro una cabaña, de cuya chimenea salía una columna de humo blanco. Junto a la puerta, sentado en un taburete, se encontraba un hombre, tallando un trozo de madera; no era un anciano, pero no andaba lejos de serlo ya que peinaba canas. El viajero ya no se fiaba de sus sentidos.
—Buenas tardes viajero, ¿ha atravesado usted solo el valle? —preguntó el anciano.
—Yo solo y mi caballo por compañía —respondió el viajero—. ¿Es usted real?
—Por supuesto, todo lo real que me perciba con sus sentidos.
—Perdone la pregunta, pero ya no me puedo fiar de mis sentidos: la vista, el oído, y el olfato me traicionan. Desde que entré en el valle he huido de una manada de lobos imaginarios —informó el viajero.
—Le creo, pues hace más de treinta años que no hay lobos en este valle —afirmó el hombre—, lo que tiene usted es lo que llamamos el mal del valle, no es usted el primero en enloquecer y no será el último. Lo que usted necesita es la ayuda de un sanador, y ha tenido suerte, porque yo lo soy. De hecho soy la tercera generación de galenos en mi familia: mi abuelo lo fue, así como mi padre, y él me transmitió su saber a mí. —Informó el sanador—. Acepte mi ayuda, no le miento si le digo que la cura será larga y tendrá que vivir aquí conmigo. Le prepararé unas pócimas que tendrá que beber hasta que recupere su salud.
—¿Y no tiene miedo de vivir con un alunado? —preguntó el viajero.
—Ya he conocido muchas personas con el mal del valle y le aseguro que son más pacificas que la mayoría de la gente; he visto como los hombres se mataban entre sí por cualquier motivo, al cual más trivial: deudas, celos, guerras, discusiones, infidelidades, peleas… Y sin embargo temen a los que padecen la enfermedad del valle más que a cualquier otra cosa, más incluso que al vecino que pega a su esposa todos los días, o al que por brebajes libidinosos se vuelve violento y es capaz de realizar cualquier acto inmoral. Y sin embargo, esos mismos que miran indiferente las atrocidades cotidianas, cuando ven a un afectado realizar algún acto de violencia; exclaman: “¡claro! es que estaba loco”.
—¿Y tengo que quedarme con usted? ¡No tengo oro suficiente con que pagarle!
—Eso no importa; ya me pagará con su trabajo, además me hará compañía y con su arco podrá surtirnos de carne fresca; partirá leña y me ayudará en la huerta.
—Ya que vamos a ser amigos, me presentaré. Me llamo Francisco —Dijo el viajero.
—Encantado Francisco. Mi padre me puso Rafael, que significa medicina de Dios, —dijo estrechándole la mano.
—Pase a mi casa y le pondré un buen plato de estofado de conejo.
Y entraron los dos en la cabaña.
• Mendi •
Un relato que te mantiene en vilo todo el rato. Muy bueno y una buena manera de hacer llegar la enfermedad mental a la sociedad
Me ha encantado!Tenemos que darle la vuelta a nuestros prejuicios y empezar a tolerarnos todos.